viernes, 1 de febrero de 2013

El Sector Público I: El Gobierno en los Negocios. (Política, Economía.1.207)


Murray Rothbard muestra en este artículo el porqué el sector público gestiona cualquier actividad de manera mucho más deficiente, costosa y con peor calidad que el sector privado en una situación de libre mercado, derribando la falsa creencia en la mente del público de que es imprescindible para muchas actividades, así como sus argumentos. 
Muestra a su vez, y muy relacionado con esto la imposibilidad de la planificación centralizada (que demuestra la imposibilidad del éxito del socialismo) frente al sistema de precios de mercado, que permite el cálculo económico:

"La gente tiende a caer en costumbres y rutinas no cuestionadas, especialmente en el ámbito del gobierno. En el mercado, en la sociedad en general, esperamos y nos adaptamos enseguida al cambio, a las interminables maravillas y mejoras de nuestra civilización. Por lo general adoptamos de muy buen grado a los nuevos productos, los nuevos estilos de vida, las nuevas ideas. Pero en lo que respecta al gobierno transitamos ciegamente un camino de centurias, conformes con la creencia de que lo que siempre ha existido debe estar bien. Sobre todo en los Estados Unidos, y en otros lugares, el gobierno nos ha provisto, desde hace siglos y aparentemente desde tiempos inmemoriales, de ciertos servicios esenciales y necesarios, que casi todos consideran importantes: defensa (incluyendo al ejército, la policía, los poderes judicial y legislativo), bomberos, calles y rutas, agua, cloacas y recolección de residuos, correos, etc. En la mente del público, el Estado se encuentra tan identificado con su suministro, que muchos consideran que un ataque hacia su financiamiento por parte del gobierno equivale a un ataque al servicio en sí. Por lo tanto, si se sostiene que el Estado no debería proveer servicios judiciales, y que el mercado podría brindarlos en forma más eficiente, y también más moral, la gente tiende a pensar que eso es negar la importancia de las cortes de justicia.
El punto de vista del libertario, que quiere reemplazar al gobierno por empresas privadas en esas áreas, es considerado entonces de la misma manera en que lo sería si el gobierno, por distintas razones, hubiera tenido a su cargo la provisión de zapatos, como un monopolio financiado por impuestos, desde tiempos remotos.
Si el gobierno y sólo el gobierno hubiese tenido el monopolio de la fabricación y la venta minorista de zapatos, ¿cómo trataría la mayoría del público al libertario que propusiera ahora que el gobierno abandonara ese negocio y lo dejara abierto a la empresa privada?
Indudablemente, se le dirían cosas tales como: “¿Cómo puede decir eso? ¡Se opone a que la gente, y sobre todo los pobres, usen zapatos! ¿Y quién daría zapatos al público si el gobierno abandonara el negocio? ¡Responda, pero hágalo en forma constructiva! Es muy fácil ser negativo e irónico con respecto al gobierno, pero ¿quién proveería los zapatos? ¿Qué personas se encargarían de hacerlo? ¿Cuántas zapaterías habría en cada ciudad y en cada pueblo? ¿Cómo se capitalizarían las fábricas de zapatos? ¿Cuántas marcas habría? ¿Qué material utilizarían? ¿Cuánto durarían? ¿Cuáles serían los precios? ¿No habría que regular la industria para asegurarse de la calidad del producto? ¿Y quién proporcionaría zapatos a los pobres, en el caso de que no tuvieran el dinero para comprarlos?”
Estas preguntas respecto del negocio de los zapatos, por ridículas que parezcan (y en realidad lo son), resultan igualmente absurdas cuando se le plantean al libertario que defiende el libre mercado de bomberos, policía, correos o cualquier otro servicio gubernamental. La cuestión es que el defensor de un mercado libre, en cualquier área, no puede presentar por anticipado un plan de acción “constructivo” de ese mercado. Lo que distingue al mercado libre, su esencia, es que las empresas y los comerciantes individuales que compiten en él ofrezcan una pluralidad siempre cambiante de bienes y servicios eficientes y progresivos: mejorando los productos y los mercados en forma constante, proveyendo tecnología de avanzada, reduciendo costos y satisfaciendo las diversas demandas del consumidor en la forma más rápida y eficiente posible. El economista libertario puede tratar de ofrecer algunos lineamientos sobre cómo podrían desarrollarse los mercados donde ahora no tienen la posibilidad de hacerlo o deben enfrentar restricciones; pero no puede hacer mucho más que señalar el camino hacia la libertad, pedir que el gobierno deje de ser un obstáculo para las energías productivas y siempre ingeniosas del público que se expresan en la actividad voluntaria del mercado. Nadie puede predecir el número de empresas, el tamaño de cada una, las políticas de precios, etc., de ningún mercado futuro en ningún servicio o producto. Sólo sabemos –por la teoría económica y por el análisis histórico– que un libre mercado semejante funcionaría infinitamente mejor que el monopolio compulsivo del gobierno burocrático.
A la pregunta sobre cómo harían los pobres para pagar por la defensa, la protección contra incendios, el servicio postal, etc., puede responderse básicamente con otra pregunta: ¿Cómo hacen los pobres para pagar cualquiera de las cosas que ahora obtienen en el mercado? La diferencia consiste en que sabemos que en el libre mercado privado esos bienes y servicios serían más baratos, más abundantes y de mucho mejor calidad que en el actual monopolio gubernamental. La sociedad en su conjunto se beneficiaría, y especialmente las personas de menores recursos. Y también sabemos que la gigantesca carga impositiva con que se financian estas y otras actividades dejarían de gravitar sobre todos, incluyendo a los pobres.
Ya hemos visto que los urgentes problemas, por todos reconocidos, que aquejan a nuestra sociedad están inextricablemente ligados a operaciones gubernamentales. También hemos visto que los enormes conflictos sociales relacionados con el sistema de enseñanza pública desaparecerían cuando cada grupo de padres pudiera financiar y auspiciar el tipo de educación que prefiriese para sus hijos. Las graves ineficiencias y los intensos conflictos son, en su totalidad, inherentes a la operación del gobierno. Si éste, por ejemplo, provee servicios monopólicos (por ejemplo, educación o suministro de agua), cualquier decisión que tome será impuesta coercitivamente sobre alguna infortunada minoría, ya se trate de una cuestión de políticas educacionales para las escuelas (integración o segregación, enseñanza progresista o tradicional, religiosa o laica, etc.) o del tipo de agua que se venderá (por ejemplo, fluorada o no). Debería resultar evidente que donde cada grupo de consumidores tiene la posibilidad de adquirir los bienes o servicios que demanda, no puede haber desacuerdos como los que ahora existen. Los consumidores no discuten, por ejemplo, acerca de qué tipo de diarios se deberían imprimir, qué cultos habría que oficializar, qué libros editar, qué discos vender o qué automóviles fabricar. Todo lo que se produce en el mercado refleja la diversidad de la demanda del consumidor, como también su fuerza.
En resumen, en el libre mercado el consumidor es el rey, y cualquier empresa comercial que quiera obtener ganancias y evitar pérdidas hace todo cuanto está a su alcance para servirlo con la mayor eficiencia y el menor costo posible. Nada de esto ocurre, por el contrario, en una operación gubernamental. Hay inherentemente una fractura grave e inevitable entre el servicio y el pago, o sea, entre la provisión de un servicio y el pago por recibirlo. En la oficina del gobierno el ingreso no depende, como en la empresa privada, del buen servicio al consumidor y de que éste compre sus productos a un precio superior a sus costos operativos. Allí los ingresos provienen del asedio al acosado contribuyente. Por lo tanto, su funcionamiento se torna ineficiente y sus costos se elevan, dado que las oficinas gubernamentales no necesitan preocuparse por las pérdidas o por las quiebras; pueden compensar sus pérdidas con aumentos en la tributación. Además, en lugar de halagar al consumidor para obtener su favor, se lo considera como una molestia para el gobierno, alguien que está “gastando” los escasos recursos que el gobierno posee. Dentro de las operaciones gubernamentales, al consumidor se lo trata como a un intruso indeseado, una interferencia en el sereno disfrute del ingreso seguro del burócrata. Si el consumidor demanda a cualquier empresa privada una mayor cantidad de bienes o servicios, la empresa se apresurará a ampliar sus operaciones, ansiosa por satisfacer esa nueva demanda. El gobierno, por el contrario, generalmente experimenta desagrado ante esa situación o incluso les pide a los consumidores que “compren” menos y permite que sobrevenga la escasez, junto con el deterioro de la calidad de su servicio. Así, ante el incremento en el uso de las calles, que son propiedad gubernamental, el congestionamiento vehicular se agrava y las personas que manejan sus propios autos deben enfrentar denuncias y amenazas constantes. Por ejemplo, el gobierno de la ciudad de Nueva York no cesa de advertir que prohibirá el uso de automóviles privados en Manhattan, donde el congestionamiento se ha tornado muy complejo. Sólo el gobierno, por supuesto, pensaría en intimidar así a los consumidores; sólo el gobierno tiene la audacia de “resolver” los embotellamientos en las calles obligando a los automóviles privados (o camiones, o taxis, o lo que fuere) a que dejen de circular. Según este principio, ¡la solución “ideal” para los problemas del tránsito es simplemente prohibir todos los vehículos!
Pero este tipo de actitud hacia el consumidor no se limita al tránsito. La ciudad de Nueva York, por ejemplo, ha sufrido periódicamente “escasez” de agua. Durante varios años, el gobierno de la ciudad ha tenido un monopolio coercitivo sobre el suministro de agua a los ciudadanos. El abastecimiento ha sido insuficiente, y el precio, inadecuado para competir con el mercado, para estabilizar la oferta y la demanda (lo cual las empresas privadas hacen en forma automática). Ante ese fracaso, la respuesta del gobierno de Nueva York ha sido siempre no culparse a sí mismo sino al consumidor, que ha tenido el atrevimiento de utilizar “demasiada” agua. En consecuencia, ha prohibido el riego del césped, restringido el uso de agua y exigido a la gente que bebiera menos agua. De esa manera, el gobierno transfiere sus propios fracasos al usuario, chivo expiatorio a quien se amenaza e intimida en lugar de prestarle un servicio bueno y eficiente.
El crimen en la ciudad de Nueva York, que crece constantemente, ha tenido una respuesta similar por parte del gobierno. En lugar de proveer una protección policial eficiente, la ciudad ha obligado a los ciudadanos inocentes a mantenerse fuera de las áreas inseguras. Así, cuando el Central Park, en Manhattan, se convirtió en un notorio escenario de asaltos y otros crímenes durante la noche, la “solución” de la ciudad de Nueva York al problema fue imponer un toque de queda, prohibiendo el uso del parque en esas horas. En resumen, si un ciudadano inocente desea permanecer allí por la noche, él es quien resulta arrestado por desobedecer el toque de queda; por supuesto, es más sencillo arrestarlo que eliminar el crimen del parque. Mientras que el eslogan de la empresa privada es que “el cliente siempre tiene razón”, la máxima implícita en la operación del gobierno es que el cliente siempre tiene la culpa.
Naturalmente, la respuesta de los burócratas políticos a las crecientes quejas sobre el servicio malo e ineficiente es siempre la misma: “¡Los contribuyentes deben aportar más dinero!” No basta con que a lo largo del siglo xx el “sector público” y su consecuencia lógica, la aplicación de impuestos, hayan crecido mucho más rápido que el ingreso nacional. No basta con que las fallas y los inconvenientes creados por el mal funcionamiento del gobierno se hayan multiplicado junto con el aumento de la carga del presupuesto gubernamental.¡Se supone que los ciudadanos deben verter aun más dinero en el pozo sin fondo del gobierno!
La respuesta apropiada que surge ante la exigencia política de más dinero del contribuyente es esta pregunta: “¿Por qué la empresa privada no tiene estos problemas?” ¿Por qué los fabricantes de equipos de audio, o fotocopiadoras, o computadoras, o lo que fuere, no tienen inconvenientes en cuanto a conseguir el capital necesario para expandir su producción? ¿Por qué no publican declaraciones denunciando al público inversionista por no proporcionarles más dinero para servir las necesidades del consumidor? La respuesta es que los consumidores pagan por los equipos de audio, o las fotocopiadoras, o las computadoras, y que los inversionistas, en consecuencia, saben que pueden ganar dinero invirtiendo en esos negocios. En el mercado privado, a las empresas que satisfacen exitosamente al público les resulta sencillo obtener una expansión de capital; no ocurre lo mismo con las empresas ineficientes y poco exitosas, que eventualmente tienen que cerrar sus negocios. Pero el gobierno no tiene ningún mecanismo de ganancias y pérdidas para incentivar la inversión en organismos que funcionen con eficiencia y para sancionar a aquellos que son ineficientes u obsoletos impidiéndoles operar. No hay ganancias o pérdidas en las operaciones gubernamentales que induzcan a la expansión o a la contracción de sus actividades. Por ende, en el gobierno nadie “invierte” realmente, y no hay quien pueda asegurar que las operaciones acertadas se expandirán y que las infructuosas desaparecerán. En contraste con la empresa privada, el gobierno debe aumentar su “capital” literalmente apoderándose de él por la fuerza mediante el mecanismo de la recaudación impositiva.
Muchas personas, incluso algunos funcionarios gubernamentales, piensan que estos problemas sólo podrían solucionarse si “el gobierno fuera administrado como una empresa”. El gobierno establece entonces un monopolio seudo-corporativo, administrado por el propio gobierno, que supuestamente tiene que manejar sus asuntos sobre una “base empresarial”. Es lo que se ha hecho, por ejemplo, en los casos de la Oficina de Correos –ahora Servicio Postal de los Estados Unidos– y del Departamento de Tránsito de la Ciudad de Nueva York, organismo en permanente estado de caducidad y deterioro.[1] Las “corporaciones” están obligadas a eliminar sus déficit crónicos y se les permite vender títulos en el mercado de acciones.
Es cierto que si se hiciera de este modo los usuarios directos aliviarían de parte de la carga a la masa de contribuyentes, que incluye por igual a usuarios y no usuarios. Pero hay fallas inherentes a cualquier explotación gubernamental que no pueden evitarse mediante este dispositivo seudo-comercial. En primer lugar, el servicio que presta el gobierno siempre es un monopolio o un semi-monopolio. Por lo general, como en los casos del Servicio Postal o del Departamento de Tránsito, es un monopolio compulsivo –está prohibida toda o casi toda competencia privada–. El monopolio significa que el servicio gubernamental será mucho más costoso y de menor calidad que lo que sería en una operación de mercado libre. La empresa privada obtiene una ganancia al recortar sus costos todo lo posible. Al gobierno, que no puede quebrar o tener pérdidas en ningún caso, no le hace falta recortar costos; protegido de la competencia, sólo necesita reducir la prestación del servicio o sencillamente aumentar los precios. Una segunda falla inevitable es que, por más que lo intente, una corporación gubernamental nunca puede ser administrada como una empresa porque su capital continúa siendo extraído del contribuyente. No hay modo de evitarlo; el hecho de que pueda comerciar bonos en el mercado aún descansa sobre su poder final de cobrar impuestos y rescatar esos bonos.
Por último, hay otro problema crítico inherente a cualquier operación comercial realizada por el gobierno. Una de las razones por las cuales las empresas privadas son modelos de eficiencia es que el mercado libre establece los precios que les permiten calcular, estimar sus costos y, por lo tanto, resolver lo que deben hacer para obtener ganancias y evitar pérdidas. Este sistema de precios, como también la motivación por aumentar las ganancias y evitar las pérdidas, es lo que posibilita que los bienes y servicios sean asignados apropiadamente en el mercado entre todas las intrincadas ramas y áreas de producción que componen la moderna economía industrial “capitalista”. El cálculo económico hace que esta maravilla sea posible; en contraste, la planificación centralizada, tal como se intentó en el socialismo, carece de un mecanismo preciso de precios, y por ende no puede calcular costos y precios. Ésta es la razón principal de su fracaso cuando los países comunistas se industrializaron. Los países comunistas de Europa oriental han abandonado rápidamente la planificación socialista y han adoptado la economía de mercado libre debido a esa imposibilidad de determinar los precios y los costos con seguridad. Entonces, si la planificación central sume a la economía en un desesperanzado caos con respecto al cálculo y en una asignación y producción de operaciones irracional, el avance de las actividades gubernamentales introduce de modo inexorable en la economía cada vez más islas de un caos semejante y dificulta de modo creciente el cálculo de costos y la asignación racional de los recursos de producción. A medida que se expanden las operaciones del gobierno y que la economía de mercado se deteriora, el caos de cálculo se hace cada vez más disruptivo y la economía se torna crecientemente inmanejable.
El programa libertario definitivo podría resumirse en una sola frase: la abolición del sector público, la conversión de todas las operaciones y servicios que están a cargo del gobierno en actividades realizadas en forma voluntaria por empresas privadas.
Pasemos ahora, de las consideraciones generales acerca del gobierno en contraste con la actividad privada, a algunas de las principales áreas de operación gubernamental y cómo éstas podrían ser realizadas por la economía de mercado libre.
[1] Para una crítica a la Oficina de Correos y al Servicio Postal, véase Haldi, John. Postal Monopoly. Washington, D.C., American Enterprise Institute for Public Policy Research, 1974."

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