domingo, 16 de febrero de 2014

"Que el dinero no dependa del político es esencial para preservar la democracia"


Juan Manuel López-Zafra debate sobre la crisis actual desmontando algunos mitos sobre el patrón oro y analizando los negativos efectos y la responsabilidad de la emisión monetaria de los bancos centrales en las crisis.

Artículo de El Confidencial:

"La crisis desatada en 2007 está obligando a replantear muchas ideas en el universo económico y financiero. El economista y colaborador de El Confidencial con el blog Big data, Juan Manuel López Zafra, se suma al debate con un libro en el que formula su propuesta para buscar una solución a la crisis. Con Retorno al patrón oro, pretende remover conciencias y fomentar el debate en torno a un sistema, el del patrón oro, envuelto en muchas leyendas. El libro, editado por Deusto y que se publicará desde el día 18 de febrero, intenta desmontar esos mitos y subrayar cómo la situación actual concede un poder discrecional a las autoridades públicas en el manejo del dinero. A continuación, se reproduce un fragmento de la obra en el que ya se observa la pretensión del autor con su trabajo.
"La expansión de la oferta monetaria mediante las políticas de facilitación cuantitativa (quantitative easing, o QE) forma parte del arsenal de instrumentos monetarios de los que dispone la Reserva Federal (y, en general, todos los bancos centrales, con uno u otro nombre) para modificar los comportamientos de los inversores y tratar de transformar la voluntad de ahorro en consumo y viceversa; a pesar de su innegable buena voluntad, se apoyan en un error fundamental de concepto: no existe la pretendida dicotomía entre ahorro y consumo, sino entre ahorro a distintos plazos y satisfacción inmediata de las necesidades.

Eso explica, entre otras cosas, que el dinero no llegue a sectores productivos ni a las familias, desde el momento en que los intermediarios financieros prefieren emplearlo en inversiones alternativas a plazos distintos. Así, a pesar de la crisis que afecta a prácticamente todos los países industrializados (y que se extiende a los emergentes, como Brasil, China o India), los índices bursátiles como el Dow Jones alcanzan máximos históricos al tiempo que las rentabilidades de los bonos se encuentran en mínimos. (…)

No cabe duda de que Bernanke ha cumplido la promesa que le hizo a Friedman con ocasión de su noventa cumpleaños, en noviembre de 2002: «Me gustaría decirles a Milton [Friedman] y Anna [Schwartz, coautora del libro A monetary history of the United States, 1867-1960, con Friedman]..., acerca de la Gran Depresión, tenéis razón, lo hicimos. Pero gracias también a vosotros no lo volveremos a hacer». Por supuesto, a él se han sumado todos los grandes banqueros centrales que hay en el mundo.

Los defensores de la expansión monetaria y crediticia sonríen alegres: siempre que no suba mucho la inflación, los estímulos son adecuados, o incluso insuficientes. Esta afirmación esconde dos falacias muy graves. La primera reside en el hecho de confundir el indicador (en España, el índice de precios al consumo, IPC) con la magnitud que se pretende medir, y que el público general percibe de forma evidente cuando repite la popular queja (quizá poco científica, pero altamente apropiada) de «pues el IPC dirá lo que quiera, pero a mí no me llega a fin de mes».

Como suelo decir, el IPC es a la inflación lo que el nivel de alcohol espirado a la borrachera. En ambos casos se trata de lo que en economía cuantitativa denominamos «variables proxy», esto es, aproximaciones más o menos exactas a la realidad mediante mediciones alternativas, que se emplean ante la dificultad o el coste de obtener los verdaderos valores de la variable. Y mientras que en el caso de una prueba de alcoholemia con resultado positivo el supuesto infractor siempre puede solicitar un análisis de sangre (prueba, ésta sí, que ofrecerá sin duda la concentración de alcohol en su sangre), en el caso del IPC al ciudadano sólo le queda la resignación.

Por otro lado, el IPC se modifica «con la realidad social», como nos indican siempre. Eso significa que las distintas adaptaciones que van surgiendo con el tiempo en su formulación y, sobre todo, en sus componentes permiten al legislador introducir elementos de distorsión de manera que puedan reflejar contenciones en su valor que en la realidad no se dan. (…)

La segunda de las falacias de la anterior afirmación está directamente relacionada con ésta y tiene que ver con el adverbio empleado al referirse a lo que puede subir la inflación, mucho, una cuantificación que dista «mucho» (ahora sí) de la precisión que suelen proclamar y exigir los economistas matemáticos del mainstream. ¿Cuánto es mucho? Aparentemente, una pérdida del poder adquisitivo del 2,5 por ciento anual parece asumible; más aún cuando en cada ejercicio los medios oficiales ponen el contador a cero y vuelven a decirnos que «la inflación se mantuvo en entornos razonables, tal y como ocurrió el año anterior». Esos entornos «razonables, discretos» o casi «inapreciables», erosionan el poder adquisitivo de los trabajadores con la misma constancia con que una hormiga cava los túneles de su hormiguero, de manera que, al cabo de veinticinco años, el daño es mucho más evidente. En esto es en lo que los medios deberían incidir. Sin embargo, es más sencillo pensar que la inflación es efectivamente poca, y que ya pasará.

Exactamente igual que ocurrió en la crisis que llevó a la Gran Depresión, la expansión monetaria se traslada no ya al consumidor, lo que llevaría a incrementos en los precios que, de un modo u otro, acabarían reflejándose en los índices, sino al mercado financiero, el principal beneficiario de las políticas de los bancos centrales. Los bancos y demás intermediarios financieros buscan dónde mejorar las rentabilidades escasas que les ofrecen los mercados de consumo. Los mercados inmobiliario, bursátil y de materias primas (en particular los alimentos, con el problema moral añadido que ello supone) son los principales destinos de la liquidez con la que inundan los bancos centrales del mundo.

La compañía de unos tipos de interés cercanos a cero durante períodos excepcionalmente dilatados no hace sino modificar el sistema de referencias de los inversores; una de las características fundamentales de los tipos de interés es, como todo «precio», informar adecuadamente del valor del bien al que están asociados, en este caso, el dinero. En una situación de incertidumbre económica como la actual, donde las posibilidades de quiebra son elevadas, es altamente improbable que el dinero que un inversor pueda obtener prestado se destine a la creación de capital productivo (nuevas industrias, inversión en bienes de equipo, etc.), sino, más bien, a la adquisición de empresas ya existentes. De esta forma, no se genera capital productivo adicional, que requerirá de nuevos trabajadores, sino que simplemente se transfiere la propiedad del ya existente. Y la forma en la que el nuevo propietario tratará de buscar rentabilidad a su inversión es, desgraciadamente, perfectamente conocida por todos: despidos de trabajadores para tratar de reducir costes.

Los que mantengan su puesto de trabajo, ante la incertidumbre, reducen su consumo, lo que provoca más contracción económica, que será respondida por los bancos centrales mediante nuevas bajadas de tipos (mientras quede margen, y aunque ya esté prácticamente agotado) o manteniéndolos, informando incorrectamente a los inversores de lo que realmente está ocurriendo. El propio banco central, lo quiera o no Bernanke, ceba la bomba de la depresión económica, retrasando la recuperación y provocando más paro del que pretende reducir. (…)

Que el dinero no dependa de la voluntad del político es esencial para preservar la democracia. Es precisamente su desconexión y el sometimiento de los banqueros centrales a los dictados biempensantes de la recuperación y el crecimiento lo que nos ha llevado a la situación actual. La expansión del crédito, en aras de una pretendida prosperidad, no ha hecho más que construir una pirámide sostenida en una constante expansión monetaria y crediticia. Nadie duda del beneficio de la deuda, pero siempre apoyada en el necesario ahorro, tal y como acertadamente señaló Keynes, condición que sus seguidores se encargan de ocultar.

Hemos visto como él mismo y sus seguidores, así como prestigiosos economistas de la escuela de Chicago, han culpado al oro de la mayor crisis económica del siglo XX. Las rigideces que suponía, según se ha argumentado, han sido su mecanismo de transmisión. De ser cierto, en 2008, sin reserva de valor alguna, con tipos de cambio flexibles y con poderosos bancos centrales ejerciendo un gran control sobre los tipos de interés y la emisión de dinero, ¿cómo fue entonces posible que se extendiese del mismo modo la crisis?"."

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