martes, 22 de julio de 2014

La política industrial sigue siendo perdedora

Adam C. Smith y Stewart Dompe sobre la política industrial que defienden mediante la planificación centralizada algunos, entre otros, Joseph Stiglitz.

Y es que los gobiernos no tienen ni el conocimiento ni los incentivos para promover con éxito una política industrial, y los efectos perniciosos son numerosos.
Joseph Stiglitz, premio Nobel de economía 2001 quiere revitalizar la política industrial mediante mayor intervención pública, favoreciendo ciertas tecnologías sobre otras. Stiglitz apunta correctamente la importancia del aprendizaje y el desarrollo tecnológico en el crecimiento económico, citando a celebridades como Joseph Schumpeter y el también Nobel, Robert Solow, para defender su postura de que la política industrial es una herramienta productiva para los estados, tanto en el mundo desarrollado como en el subdesarrollado.
El énfasis de Stiglitz en el desarrollo mediante innovación y tecnología es notable aunque solo sea porque muestra que las economía ortodoxa finalmente se aleja de modelos arcaicos de desarrollo, donde la panacea para la naciones en vías de desarrollo era lanzar capital “shmoo” sobre una economía y esperar a que el efecto de alcance les saque de la pobreza.
De todas formas, la reimaginación de la política industrial de Stiglitz tiene las mismas debilidades que estos modelos anteriores en una necesidad desesperada de jubilación. Reestructurar el asunto de elegir ganadores a elegir quienes tengan externalidades positivas no hace nada por resolver las críticas fundamentales a la asignación planificada centralizadamente. Dicho de manera sencilla, los gobiernos no tienen ni el conocimiento ni los incentivos para promover con éxito una política industrial.
Invocando la importancia de las ideas, Stiglitz expone un argumento clásico de los bienes públicos en el que las nuevas ideas tienen grandes externalidades positivas y por tanto estar infraprovistas. El enfoque no es solo en nuevas ideas, sino en aprendizaje, y concretamente en aprender haciendo (otro guiño a la obra de Solow). Por citar al profesor Stiglitz:
La política industrial no rata de elegir ganadores en absoluto. Más bien, las políticas industriales de éxito identifican fuentes de externalidades positivas, sector en los que el aprendizaje pueda generar beneficios en otras partes de la economía.
Hay muchas cosas a desembalar en este comentario. Lo más importante: ¿cómo van a identificarse y valorarse las externalidades positivas? Muchas empresas afirmarán de forma creíble que pueden hacerlo mejor si tienen más dinero y un poco más de tiempo. ¿Cómo determinaría un observador qué empresas tienen más para aprender?
Esta entidad observadora no solo tendría que seleccionar las empresas con más que ofrecer, sino ser capaz de orecer también apoyo financiero sustancial. Por tanto, un pilar central en la propuesta de política industrial de Stiglitz es el acceso privilegiado a crédito y préstamos subvencionados. Si el gobierno no puede generar fondos internamente, quizá una entidad como el Banco Mundial (Stiglitz fue su economista jefe de 1997 a 2000) podría proporcionar esos préstamos a negocios dignos de merecerlos.
Este proteccionismo se justifica afirmando que lo que aprende una empresa se extiende por todos los demás sectores de la economía. Pero no es evidente cómo lo que aprende una empresa de construir coches o manufacturas pesadas, por ejemplo, es transferible a otros sectores distintos de la economía. Para cualquier aprendizaje que se produzca realmente, parte puede ser transferible pero otras partes serán solo aplicables a las circunstancias únicas de esa empresa concreta.
Además, no hay justificación teórica a priori para creer que algunas empresas o sectores sean mejores en aprendizaje y divulgación que otras. De hecho, algunos de los mejores aprendizajes se producen cuando las empresas aprenden qué no hacer. Preguntádselo a Reed Hastings, CEO de Netflix.
Más en concreto, el mercado ya realiza el servicio de divulgar conocimiento transferible. En la medida en que el aprendizaje lleve a conocimiento transferible, el mercado proporciona amplios incentivos para las empresas para pagar para importar habilidades y tecnología útiles. Los tiempos de carreras profesionales de toda la vida en la misma empresa han pasado y es común en las empresas tomar talento de sus competidores. Solo hace falta mirar en el campo del capital riesgo para ver que una gran parte de su éxito deriva de conectar a quienes tienen ideas con los que tienen la experiencia para ejecutarlas adecuadamente.
Lo más importante con un gran decisor ejerciendo influencia sobre la política industrial es que más dinero encontrará inevitablemente su camino hacia bolsillos de cabilderos frente a la I+D. Lo irónico es que revitalizar la política industrial probablemente lleve a que se generen menos ideas por parte del mercado en favor de mayor búsqueda de rentas por empresas que ansían soporte público.
Finalmente, deberíamos ser especialmente escépticos sobre los méritos de la política industrial como forma de desarrollo exterior. Debemos recordar que muchos países sufren de malas instituciones y corrupción. Incluso si pudieran identificar correctamente externalidades positivas, el frío cálculo de la política podría desviar aquellos fondos a las arcas de compinches y partidarios. Los pobres del mundo necesitan mercados libres y abiertos que atraigan inversores extranjeros, no un mayor control por cleptócratas repartiendo favores a costa del erario público. Dar a estos gobiernos una capa de respetabilidad teórica para su saqueo de las arcas públicas es más probable que beneficie a los banqueros suizos que que ayude en oportunidades para los pobres.
La idea de Stiglitz de política industrial debería seguir el camino del experimento afortunadamente breve de Netflix con Qwikster. El mercado ya proporciona medios poderosos para animar a las empresas con algo que ofrecer. En eso, incluso un premio Nobel tiene mucho que aprender.

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