miércoles, 8 de octubre de 2014

20 falacias sobre Empresa y Política: 9) Estado y empresa son cómplices

Carlos Rodríguez Braun analiza una nueva falacia entre Estado y empresa, mostrando la responsabilidad y la causa de dicho problema. 


Artículo de Expansión:

Esta idea es análoga a la de que el Estado y la empresa son socios, pero en el sentido de que se asocian para el mal, y es defendida por dos grupos muy diferentes: los liberales clásicos y la izquierda. 

Como vimos, los economistas liberales vienen advirtiendo, desde la época de los clásicos y Adam Smith, sobre los empresarios cuyos encuentros desembocan “en una conspiración contra el público o en alguna estratagema para subir los precios” (La riqueza de las naciones). La defensa que esos economistas hacían del mercado giraba en torno a las virtudes de la competencia, por lo que acentuaban las críticas a las típicas (ya entonces…) maniobras mediante las cuales algunos hombres de negocios utilizaban el Estado, y el Estado los utilizaba a ellos, para acumular pingües beneficios impidiendo el funcionamiento del mercado.

Complicidades

Esa connivencia incluye también la mencionada socialización de pérdidas y un amplio abanico de colaboración que incluye desde inocentes galardones hasta toda suerte de enjuagues, protecciones y subsidios, generalmente adornados con argumentos que acentúan el carácter estratégico de tal o cual actividad. Su lógica es la estudiada por el también ya mencionado Mancur Olson y los demás analistas de los grupos de presión cuyos costes y manejos acaban pagando siempre los consumidores y los contribuyentes. 

Es crucial, empero, recordar que las críticas a estas complicidades deben cargar su peso en el poder del Estado, simplemente porque sin él dichas centrifugaciones que reparten onerosos costes sobre las espaldas y las carteras de los ciudadanos no podrían existir.
La izquierda, por su parte, no centra sus críticas en esas conspiraciones antiliberales sino en otras clases de corrupción, también censuradas por los liberales clásicos, que se extienden desde el latrocinio hasta la corrupción menos descarada y más legal, que tanto ha contribuido a desprestigiar el mundo de la empresa: las llamadas puertas giratorias merced a las cuales la política es el mejor pasaporte para ingresar en los consejos de administración de las grandes empresas, y no el talento, los conocimientos o la experiencia profesional.

Esto último es una realidad tan indiscutible como poco censurada. Muchos creen que es perfectamente lógico que expresidentes del Gobierno, ministros o cargos públicos de variopinto pelaje abandonen sus responsabilidades políticas y, en vez de regresar a sus antiguas profesiones, en el caso de que las tuvieran, den el salto a jugosas retribuciones empresariales, a menudo justificadas por sus contactos, púdica manera de referirse a su capacidad de influir sobre otros políticos, esta vez en ejercicio.

Esta realidad, insisto, no brota de la naturaleza misma de empresas y mercados. Si el Estado no interviniese activamente, no habría estas relaciones incestuosas, que se potencian cuando el Estado es grande y, especialmente, cuando es arbitrario.

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