viernes, 30 de septiembre de 2016

El negocio del igualitarismo

Axel Kaiser denuncia y desenmascara contundentemente el negocio del igualitarismo y la ficción que nos venden.




Probablemente no exista mayor ficción en el debate político que aquella según la cual quienes se preocupan por la igualdad no buscan al mismo tiempo la desigualdad para sí mismos. Basta un análisis simple para advertir lo evidente de esta falacia. Cuando un grupo político sostiene que su motivación es la igualdad, lo que promete es mejorar supuestamente a los que tienen menos a expensas de los que tienen más. La trampa está en que para lograr ese resultado los redistribuidores dicen necesitar del poder del Estado, por ser este el único que permite la anhelada redistribución. Así, quienes alegan querer terminar con los beneficios de la élite necesariamente tienen que convertirse ellos en una nueva élite, pero una que busca incrementar su poder, pues de lo contrario no podrá llevar adelante su plan. Las revoluciones socialistas, sin excepción, son un ejemplo de esta paradoja donde quienes decían representar los intereses del “pueblo” se hicieron del poder para convertirse en una casta peor a la que derrocaron.
En las democracias modernas esto es más moderado, pero la lógica se mantiene: grupos de igualitaristas denuncian el orden establecido por beneficiar a unos pocos y reclaman al mismo tiempo el poder —la fuente de privilegios por excelencia- para corregir lo que consideran una situación “injusta”. Como sus parientes ideológicos en los sistemas socialistas, una vez en el gobierno hacen del Estado un botín a repartir entre los suyos mientras continúan orwellianamente pontificando sobre la igualdad. Empleos altamente remunerados para parientes y amigos, subsidios, bonos de todo tipo, asignación de contratos a parientes, directorios en empresas públicas, asesorías truchas, pitutos con el sector privado y jubilazos son algunas de las formas en que los igualitaristas terminan haciendo un lucrativo negocio con la bandera de la igualdad. Estos no ven, por cierto, ninguna contradicción ética entre denunciar a la élite “abusiva” y llenarse los bolsillos en el proceso. Pero es peor, porque la élite que suelen denunciar es la del mundo privado, la del mercado que crea empleos y bienes y servicios que mejoran la calidad de vida de todos y que por tanto en general no deriva su posición de privilegios arbitrarios sino de su capacidad de creación de riqueza.
La aristocracia igualitarista, en cambio, no crea empleo ni produce riqueza -la mayoría de ellos no tendría idea de cómo hacerlo si somos francos-, pero lucra a través de apoderarse de la máquina estatal que permite succionar recursos a otros. Así, está élite de incansables luchadores por la igualdad se convierte en la verdadera clase explotadora, que vive a expensas del resto sin dar nada a cambio. Su habilidad comunicacional y la simpleza de sus postulados le permiten, sin embargo, convencer a las mayorías de que ella es una clase distinta, que por estar en el Estado necesariamente vela por el bien común y protege a los ciudadanos de empresarios y capitalistas inescrupulosos. De este modo, denuncian la desigualdad mientras se encaraman en la cima, condenan el lucro y al mismo tiempo abultan sus cuentas bancarias, rechazan el mercado y tan pronto pueden toman de él lo mejor que puede ofrecer, desdeñan el lujo de las clases opulentas pero viven como una verdadera nobleza de Estado, hablan, en fin, de solidaridad, pero nunca con el dinero propio. Muchos de quienes los apoyan lo hacen motivados por la agradable sensación que produce el sentirse buena persona al dar discursos sobre desigualdad y denunciar abusos. Como sus ídolos, no se toman el trabajo de estudiar seriamente las causas de la riqueza —si lo hicieran se acabaría la política igualitarista- y tampoco hacen personalmente nada por mejorara aquellos cuyo bienestar les preocupa. Grandes declamaciones sobre justicia y la transferencia de la responsabilidad a ese abstracto y divino ente llamado Estado es todo lo que pueden mostrar. Ni siquiera se percatan de la incoherencia que implica pensar que aquellos que trabajan en el mundo privado son egoístas que buscan su propio interés y que los que trabajan en el Estado son desinteresados y nobles guardianes del bien de otros, como si la naturaleza humana no fuera la misma en todas partes. A esta fe del igualitarista ni todos los escándalos de corrupción imaginables pueden hacerle mella. Tal vez porque la fe igualitarista es, finalmente, un buen negocio.

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