martes, 10 de enero de 2017

Coches, ciudades, ideologías y puñetas


Javier Benegas analiza la situación cada vez más caótica de Madrid y la sensación de provisionalidad del ciudadano, que se ha convertido en un sentimiento cotidiano, donde la búsqueda de soluciones reales es lo de menos. Lo importante es la ingeniería social...

Artículo de Voz Pópuli: 
Madrid desactiva todas las restricciones al tráfico por contaminación.Madrid desactiva todas las restricciones al tráfico por contaminación. EFE

Cualquiera puede verlo, salta a la vista: la ciudad de Madrid se deteriora. Otra cosa es que cada cual defienda lo que le place. Limpieza deficiente, vías cada vez más deterioradas, socavones, baches, grietas interminables, aceras sin apenas mantenimiento que se vuelven peligrosas para quienes caminan con alguna dificultad o tiene una vista deficiente, árboles en mal estado… pero, sobre todo, una sensación de provisionalidad, de ciudad tomada, donde en cualquier momento cualquier cosa puede prohibirse.
Así, de pronto, de un día para otro, te encuentras jugando a la lotería de las matrículas, esperando tener el número agraciado que te evite prolongar la jornada laboral con dos o tres horas de transporte público. En el centro, vías de primer orden cerradas al tráfico donde no hay matrícula que valga. Los coches particulares están prohibidos, pero se habilitan carriles especiales para el transporte público, los vehículos de servicios esenciales y los coches de un puñado de residentes. Este tráfico restringido se acota con vallas de obra, cintas de plástico, cualquier cosa que sirva para delimitar la frontera entre dos mundos: el de los motorizados y los caminantes, el viejo concepto de progreso y un nuevo orden donde lo que deseamos ya no es un bonito SUV sino unos zapatos confortables.
Visto desapasionadamente, con una cierta mirada cinéfila, es como si se hubiera cernido alguna calamidad sobre esta ciudad bulliciosa, una especie de day after, un extraño periodo de posguerra. Pero nadie protesta. Demasiados años con un sistema donde quienes llegan al gobierno municipal, más que gestionar, quieren dejar su impronta, que se note su paso por el ayuntamiento. Y los votantes callan, quizá dando por cierto que su calidad de vida mejorará de alguna forma misteriosa.    
Así han transcurrido estas fiestas en Madrid. Bajo la pálida iluminación navideña, los presuntos ganadores, los peatones, la gente que por gusto o por ordenanza iba y venía a pie, caminando como autómatas entre el nuevo orden proyectado, haciendo sus compras navideñas, mientras otros buscaban la manera de volver al salvífico extrarradio. Todos con la extraña sensación de que en cualquier momento alguien haría sonar un silbato y el experimento concluiría súbitamente.
Y así ha sido. De pronto, las vallas desparecieron, las cintas de acotamiento quedaron hechas ovillos en los márgenes de las aceras, esperando a que alguien se encargara de recogerlas. La ciudad volvió a estar como al principio, sin que la contaminación hubiera bajado un microgramo. Sin embargo, el deterioro físico ha permanecido o, mejor dicho, sigue progresando silencioso, como una carcoma indiferente. Y la sensación de provisionalidad se ha convertido en un sentimiento cotidiano, la gran novedad de un tiempo nuevo… o viejo, según se mire.
Argumentan que otras ciudades muy respetables ya hacen estos apaños, aunque sea de manera bastante más planificada, ordenada y estéticamente aceptable. Pero sospecho que la salud no es tanto como el negocio por doble vía: cobrar a los ciudadanos por usar una ciudad que es suya y convertir a las grandes urbes en museos inanimados, “espacios seguros” para ese turismo de calidad con el que hacer caja. Sea como fuere, el refranero es sabio: mal de muchos, consuelo de idiotas. Ya es mala suerte que los españoles, por ejemplo, de Suecia copiemos las delirantes políticas de género pero, sin embargo, de su reforma de las pensiones pasemos olímpicamente. Y así todo.  
La saludable prohibición del automóvil, dicen, es resultado de la magia de la política, la negociación de las ideologías en busca de soluciones Pero tiene truco, porque no hay ideología más inasequible al razonamiento que aquella que se atrinchera en lo moralmente correcto, aunque sea mentira. Dicho de forma más gráfica: “la contaminación mata, así que cierra el pico”.
No importa si la diferencia entre un aire respirable y otro menos respirable lo definen más las calefacciones comunitarias que los coches particulares, o si los autobuses del Consorcio de Transportes, que circulan sin descanso, y muchos no superan la norma Euro 4, emiten por sí solos tantas partículas venenosas como decenas de miles de automóviles, quizá cientos de miles, ya que los vehículos particulares, al contrario que los autobuses municipales, sólo realizan desplazamientos puntuales y, por lo tanto, no están combustionando a todas horas. O si un coche que se ve obligado a dar vueltas y vueltas porque no puede aparcar, contamina mucho más que otro que esté estacionado y sin el motor en marcha.
Tampoco es relevante si existen remedios contra la contaminación que la tecnología hoy por hoy ya puede proporcionarnos. O si, con un calendario y unos plazos adecuados, los vehículos mucho menos contaminantes acapararán el parque automovilístico... si tenemos, claro está, un poco de paciencia y atendemos a la realidad de unos bolsillos exhaustos. Desgraciadamente, el progreso, a lo que parece, sólo es posible a base de prohibiciones, sin transición alguna.
No hace falta ser muy perspicaz para constatar que la búsqueda de soluciones es lo de menos. El marxismo cultural está para cambiarnos, para convertirnos en peatones, para feminizarnos, para igualarnos a golpe de ordenanza. Gracias a la complicidad de un PSOE terminal, a los madrileños les gobierna una coalición de minorías cuyo acuerdo tiene mucho más que ver con los prejuicios, y los intereses particulares, que con el servicio público. Gracias a ellos, la ingeniería social que agrava los problemas, cuando no los crea directamente, puede mortificar no ya al presunto ciudadano acomodado, que también, sino muy especialmente al que menos posibles tiene.
Quizá algún día haya quien tenga el coraje de estudiar esa otra polución que aumenta sin tasa: la de la política. Tal vez algún día podamos saber de forma empírica cuánto nos acorta la vida el estrés y la incertidumbre provocados por un puñado de aprendices de brujo. Hasta entonces, a los que aplauden, ojalá los dioses les recompensen con una vida esforzada y convencional, donde la movilidad sea un factor crítico que el transporte público no resuelva. Ojalá, también, les privilegien con el amor, los hijos y las sanas obligaciones. Y, como guinda del pastel, les acomoden en alguna vivienda del sur de Madrid, para que descubran en carne propia quiénes son realmente los que más dependen del automóvil. Quizá así desarrollarían alguna empatía y dejarían de inflamar el sentimiento de hartazgo. Un día la tortilla se dará la vuelta sin que alcancen a comprender, como empieza ya a ser costumbre, qué demonios sucedió para que su estrechísima visión del progreso terminara siendo tan detestada.

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