lunes, 27 de febrero de 2017

La amenaza Stingray

Juan Pina expone la última amenaza del gobierno americano contra los derechos y las libertades del ciudadano. Eso, sí, como siempre, bajo el argumento de la "seguridad"...
Otro (cada vez más preocupante) paso hacia el mundo Orweliano...pero démosle cada vez más poder...

Artículo de Voz Pópuli: 
La amenaza Stingray.

La amenaza Stingray. Joffi

Cuando los libertarios estadounidenses critican el poder que ejerce en el Capitolio el lobby de las empresas de la defensa y la seguridad, suelen aparecer bastantes nombres de corporaciones concretas. De un tiempo a esta parte destaca el de Harris Corporation, una de tantas sociedades formalmente privadas pero tan entremezcladas con el Estado que no se sabe dónde termina éste y dónde empiezan aquéllas, o quién ejerce realmente el poder. Como en muchos casos similares, el único o principalísimo cliente es el gobierno, repartido en innumerables agencias y departamentos. Harris tiene el dudoso honor de ser uno de los principales proveedores del equipamiento tecnológico que permite al Estado espiar, vigilar y geolocalizar a los ciudadanos —siempre, por supuesto, esgrimiendo altos motivos de seguridad nacional o de persecución del delito—. Entre otros artilugios, Harris fabrica dispositivos de monitorización generalizada desde el espacio. Pero el nombre de esta discreta compañía ha alcanzado una fama tan extendida como indeseada por otro producto: el stingray.
Hasta el nombre provoca desasosiego, porque el término stingray —una clase de mantarrayas con aguijón en la cola— bien podría descomponerse en sus dos sílabas para significar “rayo que pincha”. En un lenguaje más coloquial, un sting es una artimaña para engañar y confundir a alguien, y esto sí define bien al cacharro: un dispositivo que simula ser un repetidor de telefonía móvil. Engaña así a nuestros teléfonos con una señal localmente fuerte para que se conecten a ella prescindiendo del repetidor auténtico de la zona. Una vez conectados, nuestros smartphones están a merced de la autoridad estatal, que no competente (si los Estados tuvieran que competir, otro gallo cantaría).
Y tan pronto como el stingray conecta con nuestro teléfono, ya estamos inermes ante el Poder porque, ¿qué no llevamos hoy en el móvil? Desde los accesos a las cuentas bancarias hasta toda nuestra agenda de contactos, desde las sesiones abiertas de nuestros perfiles en las redes sociales hasta nuestro correo electrónico y todas nuestras comunicaciones de mensajería instantánea, desde nuestras fotos hasta documentos descargados y accesos a nuestros archivos en la nube… todo está en el mal llamado teléfono, en realidad ordenador de bolsillo. Lo de menos son ya las comunicaciones biunívocas de voz, en comparación con toda la información que el stingray puede obtener en cuestión de segundos, sólo por pasar cerca sin sospechar que algún esbirro del Estado orwelliano está pisoteando nuestros derechos fundamentales.
En los Estados Unidos, la proliferación de stingrays está causando una importante conmoción y continuas denuncias por parte de organizaciones de derechos civiles como la ACLU y think tanks como el libertario Cato Institute. Harris se debe de estar forrando a costa del contribuyente, porque al parecer ya tiene stingrays hasta la policía local de numerosas ciudades, además, por supuesto, de todas las agencias federales imaginables —incluido el todopoderoso IRS, la Agencia Tributaria estadounidense—. El FBI es la autoridad máxima, e impone a las demás un régimen de utilización bastante controvertido y posiblemente ilegal por el cual deben mantener un secreto absoluto sobre la tecnología y hasta sobre el mismo hecho de disponer de ella, como denunciaba hace unos días la revista Reason. La semana pasada salió a la venta un libro del profesor Barry Friedman, de la Universidad de Nueva York, que expone la generalización de esta vuelta de tuerca del Estado policial norteamericano.
Tan descarada es la ilegalidad que se obliga a las diversas agencias y cuerpos policiales a retirar los cargos contra un delincuente si hay peligro de que durante el juicio se revele el uso de stingray para su captura: como los stingrays se utilizan para violar directa y deliberadamente los derechos constitucionales a la privacidad y a la tutela judicial efectiva, interviniendo sin orden judicial las comunicaciones y haciéndose con toneladas de información privada de las personas, es obvio que las pruebas obtenidas son inválidas en cualquier sistema jurídico civilizado. Por si fuera poco, los stingrays provocan fallos e interferencias y perjudican las llamadas de emergencias al teléfono 911 (el equivalente a nuestro 112), como la Electronic Frontier Foundation ha denunciado ante la Comisión Federal de Comunicaciones.
Como hiciera en su día con la Patriot Act y después con unos controles aeroportuarios tan exagerados que resultan ridículos y ofensivos, el gobierno federal estadounidense —con presidentes tanto demócratas como republicanos— lleva ya unos cuantos años colocando por todas partes los gadgets de Harris para robar terabytes de datos ajenos: potencialmente, toda la información de cuantos pasen por ahí. Y, sí, seguro que alguna vez se aprovecha para capturar a algún delincuente, y en algún caso, si hay suerte, el policía de turno encontrará alguna prueba que sí sirva después en el juicio. Pero, por el camino, el aparato de vigilancia y control social ha podido leer hasta la talla de ropa interior de infinidad de ciudadanos normales sin la protección de ningún juez. La generalización del stingray, unida a los numerosos escándalos de vigilancia masiva por parte de agencias como la NSA, o a la proliferación de software de espionaje policial y tributario en las redes sociales, da mucho que pensar sobre las intenciones del Estado, esa bestia que ha adquirido vida propia: una vida parásita que amenaza a las nuestras.
Tanto en Norteamérica como en el resto del mundo desarrollado se observa una tendencia muy preocupante: el Estado se está quitando la careta de protector de los derechos civiles y de las libertades públicas, función que de todas formas ya casi nadie le creía. Presenta cada vez más claramente su verdadera faz: la de una organización decidida a ejercer un control total y absoluto sobre todos y cada uno de nosotros, sin remilgos ni miramientos. Le estorban las constituciones garantistas, el pluralismo político o ideológico, la prensa incontrolada, el dinero en efectivo, la economía colaborativa, las comunicaciones privadas, los ciudadanos críticos. Y poco a poco, irá acabando con todos esos obstáculos si no nos decidimos de una buena vez a bajarlo del pedestal y plantarle cara.

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