martes, 7 de febrero de 2017

Quiero la cabeza de Milo Yiannopoulos

Santiago Navajas analiza qué hay detrás de la persecución inquisitoria, sobre el irreverente Milo Yiannopoulos, a raíz de lo sucedido en la Universidad de Berkeley. 

Artículo de Voz Pópuli: 
Protestas por la presencia de Milo Yiannopoulos, comentarista de Breitbart News, en Berkeley, California.Protestas por la presencia de Milo Yiannopoulos, comentarista de Breitbart News, en Berkeley, California. Youtube


“Tu corazón de fuego 
bajo el recio almidón de tu pechera
—un poco libertario
de cara a la doctrina,
¡admirable Azorín, el reaccionario
por asco de la greña jacobina!—;
pero tranquilo, varonil —la espada
ceñida a la cintura
y con santo rencor acicalada—,
sereno en el umbral de tu aventura!”
Antonio Machado
Donald Trump ha sido el primer político norteamericano que se ha atrevido desde Ronald Reagan a desafiar el oligopolio cultural e informativo que pretende detentar la izquierda con inmunidad e impunidad en la batalla cultural por la hegemonía ideológica. Y debe estar haciéndolo muy bien porque a su heraldo mediático, Milo Yiannopoulos, han pretendido lincharlo en la Universidad de Berkeley donde iba dar a una conferencia. El joven británico, abanderado del movimiento gay pro Trump, dinamita con su verbo fácil y su presencia magnética todo lo que la izquierda ha querido hacer tragar como una rueda de molino: del multiculturalismo relativista al feminismo de género pasando por todos los dogmas que ha denunciado Steven Pinker, de la tabla rasa al buen salvaje pasando por el fantasma en la máquina. Le quitas a la izquierda cultural y política todos estos mitos y Yiannopoulos no es sino el niño que sostiene sin complejos y sin vergüenza que el Emperador está desnudo.
Yiannopoulos, con ese nombre de alero agresivo y letal del Panathinaikos, es un provocador profesional que, con la rapidez de reflejos de William F. Buckley, Jr. y la contundencia dialéctica de Christopher Hitchens, ha hecho hervir a la hinchada izquierdista como si fuese la del Beşiktaş turco. “Bigot” (“fanático”) lo llaman sus enemigos, los mismos que fueron calificados por David Mamet como “Brain-dead liberals” (“rojos descerebrados”) cuando salió del Matrix progre contra el que se rebela Yiannapoulos. Salvo en su diatriba absoluta contra el Islam como si fuese en esencia incompatible con la democracia liberal, no hay nada en el ideario de Yiannopoulos que se pueda calificar de otra cosa que de “liberalismo progresista”, ahora que el término está de moda gracias a que Ciudadanos ha tirado la etiqueta de la “socialdemocracia” al basurero de las ideologías obsoletas.
Porque Yiannopoulos defiende un feminismo basado en la igualdad de hombres y mujeres sin los privilegios espurios que pretenden conseguir las feministas de género que reducen a las mujeres a cuotas. Rechaza también Yiannopoulos el movimiento racial del Black Lives Matter basado, como el feminismo de género, en un victimismo que pretende conseguir ayudas estatales promoviendo el odio entre razas. Todos estos movimientos colectivistas entroncan con la habitual visión de la izquierda enemiga del individualismo y del humanismo, lo que lleva a considerar la historia como una lucha “de clases”, “de sexos”, “de razas” o de lo que sea, pero lucha entendida como exterminio del enemigo.
En una carta varios profesores de la Universidad de Berkeley pretendieron que Yiannopoulos fuese censurado mintiendo descaradamente al afirmar que es misógino (es un feminista liberal contrario al degenerado feminismo “de género”), racista (promueve que los negros sean capaces de rechazar la cultura de violencia y marginación del mismo modo que hacen Kanye West o George Foreman) o “transfóbico” (es un gay “en activo”). Sería de risa sino fuera patético que los promotores de la “post verdad”, la izquierda postmoderna, acusen a Trump y los pocos medios que lo han apoyado de inventarla. En su carta estos profesores acusan a Yiannopoulos de “acoso, calumnia, difamación y odio” que es justamente lo que hacen ellos. Pero en lugar de pedir que los echen a patadas de una universidad que denigran con su indigencia intelectual, su bajeza moral y su talante inquisitorial sería mucho mejor desde un punto de vista liberal castigarlos a debatir de igual a igual con Yiannopoulos. Serían más de cien contra uno pero apuesto por la irreverente combinación del sarcástico Lenny Bruce y el indomable Bertrand Russell (al que echaron de la Universidad de Nueva York las “bellas almas” de su época) contra los “abajo firmantes”.
Mientras Donald Trump trata de implementar su programa conservador, tan criticable desde la óptica liberal (es más discutible que la izquierda antiglobalización y antidemocrática pueda ejercer una crítica que no sea auto contradictoria) como respetable desde una perspectiva de legitimidad democrática, la izquierda fantasea con volar la Casa Blanca, quema banderas estadounidenses, hace correr rumores sobre golpes de estado o directamente se pregunta, como la revista “progre” irlandesa Village, por qué no pegar un tiro en la sien a Donald Trump. Recordemos esa línea infame del grupo favorito de Pablo Iglesias Los chikos del maiz: “Soy la bala que atraviesa la nuca de Kennedy”. Imaginen si desde el bando opuesto alguien hubiese puesto en portada una diana en la cabeza de Obama. Pero el principio de reciprocidad no vale para la izquierda desde el momento en que está consagrada por la belleza de sus buenas intenciones, incuestionables, y la bondad de sus sentimientos, sin mácula de egoísmo.
En Quiero la cabeza de Alfredo García uno de esos directores “fascistas” que tanto detesta la izquierda cultural, Sam Peckinpah, traza un viaje psicodélico, violento y rabioso sobre una caza al hombre por parte de un mafioso furioso porque un antiguo colaborador presuntamente habría dejado embarazada a su hija. Parecería, por la reacción histérica que ha suscitado, que Milo Yiannopoulos ha dejado embarazada a la estatua de la Libertad y que por ello habría que cortarle la cabeza. Pero si tienen algo que objetar, que se pongan a la cola para pedir el turno de palabra. Si no, que apaguen sus antorchas (no de la libertad sino de la inquisición) y se vayan a dormir esperando, como todos nosotros, que cuando despierten Donald Trump no siga allí.

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