miércoles, 20 de septiembre de 2017

Los nuevos inquisidores

Fernando Díaz Villanueva analiza la aberrante nueva ley inquisidora propuesta por Podemos con la justificación de la discriminación sexual. 
Realmente increíble que pueda aprobarse y no ser rechazada ipso facto y de manera escandalizada por todos los partidos políticos (lo cual es muy indicativo). 
Pero ya se sabe (y ello son bien conocedores de como engañar al ciudadano y obtener réditos políticos de diverso tipo): Envuelve y justifica una propuesta política de cualquier buena causa y podrá llevar a cabo cualquier medida que te propongas (por liberticida o totalitaria que sea o por el expolio o las dramáticas consecuencias que pueda suponer). 

Artículo de su página personal:
Se debate en el Congreso de los Diputados la llamada “Proposición de Ley contra la discriminación por orientación sexual, identidad o expresión de género y características sexuales, y de igualdad social de lesbianas, gais, bisexuales, transexuales, transgénero e intersexuales” (es así de kilométrico el enunciado) a instancias del grupo Unidos-Podemos, que la registró en mayo y se admitió entonces a trámite. Esto me lleva a sacar una primera conclusión. ¿Cómo es posible que una ley tan llena de disparates lleve cinco meses en el registro del Congreso sin que haya dado lugar a titulares de prensa reclamando un debate nacional sobre el tema? Pregunta retórica porque sobre estos asuntos el único debate posible es el de los políticos dándose la razón en la cámara. Lo vimos con la Ley de Violencia de Género hace doce años y lo volveremos a ver con esta. Al tiempo.
La ley en principio parte de un objetivo loable: acabar con la homofobia. La homofobia -como, en general, todas las fobias- es un trastorno mental. Pero los trastornos mentales no se combaten con leyes ni, mucho menos, con una administración dedicada a ellos. Ser homófobo, esto es, odiar a alguien por el mero hecho de ser homosexual seguramente requiera tratamiento psicológico pero no una ley ad hoc. Uno, a fin de cuentas, es libre de odiar a quien le de la gana y sólo delinquirá si ese odio lo pasa al plano práctico incitando a los demás a odiar, agrediendo o discriminando al sujeto odiado. Todos estos extremos están previstos en la legislación actual.
El Código Penal español prevé en su artículo 510 los delitos de odio que, según en enunciado del mismo, son aquellos que “fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo, una parte del mismo o contra una persona determinada por razón de su pertenencia a aquél, por motivos racistas, antisemitas u otros referentes a la ideología, religión o creencias, situación familiar, la pertenencia de sus miembros a una etnia, raza o nación, su origen nacional, su sexo, orientación o identidad sexual, por razones de género, enfermedad o discapacidad”. El Código castiga este tipo de delitos con penas de prisión de uno a cuatro años. Y esto solo por fomentar o incitar al odio. Si el odiador en cuestión discrimina o agrede la cosa es mucho peor porque entrarían en juego otros artículos del Código Penal.
Resumiendo, que en España se puede odiar, pero solo en privado, lo que no me parece mal del todo porque el odio es un sentimiento muy destructivo.
Evidentemente, para que alguien sea procesado por delitos de odio la víctima tiene que aportar pruebas y es el juez el que, en última instancia, dirime. Todo correcto, nada que objetar. Se garantiza la presunción de inocencia, la carga de la prueba recae sobre la parte acusadora, y, por supuesto, está sujeto al debido proceso con todas las garantías procesales que implica, incluyendo que el juez no será juez y parte, que en caso de duda fallará a favor del reo o que si una de las partes no queda satisfecha podrá recurrir la sentencia a una instancia judicial superior.
Todos estos detalles nos pueden parecer una tontería porque los damos por hechos, pero no lo es en absoluto. Una de las características de cualquier dictadura es que quien acusa y juzga es la misma persona. Algo así como el Juez Dredd de los cómics, que era policía, juez, jurado y verdugo sin posibilidad de apelación.  Pues bien, lo que Podemos propone es crear una ley solo para los delitos de odio hacia el colectivo LGTBI, pero no para incorporarla en el Código Penal, sino como ley aparte, autónoma y al margen de la Justicia ordinaria.
El texto contempla la creación de una serie de órganos para garantizar su cumplimiento sin tener que pasar en ningún momento por los tribunales. La ley recoge la creación de un consejo Estatal contra la discriminación por orientación sexual e identidad de género (sic) independiente del Gobierno. Supongo que para controlarlo ellos siempre. Habría, además, una comisión Interministerial adscrita a Sanidad para dotar de transversalidad a la ley y poder abarcar así ámbitos como el educativo.
Por último, se crearía una agencia estatal contra la discriminación por orientación sexual, identidad de género, expresión de género y características sexuales (resic) formada por representantes de las CCAA y las asociaciones de defensa de los derechos LGTBI. Estaríamos por tanto ante un órgano político que tendría la capacidad de acusar, instruir, juzgar y condenar. Todo al margen de la Justicia en todas las áreas que le confiere la ley, que son muchas y casi todas relaciones con libertades fundamentales como la de expresión.
De este modo nos encontraríamos con que cualquier expresión verbal en cualquier parcela de nuestra vida (incluida la privada) sería perseguible y punible por parte de la agencia. Es decir, no podrían contarse ni siquiera chistes entre amigos o en la intimidad familiar porque esos también serían considerados infracciones de la ley y, como tal, multados hasta con 45.000 euros. Si ese chiste presentado en forma de viñeta lo difunde un diario la agencia podría cerrar la publicación durante dos años. Si esa viñeta la recortamos y la colgamos en el comercio de un amigo ese comercio también podría ser clausurado. No digamos ya si a alguien se le ocurre ir más lejos y saca a la calle un autobús como el de Hazte Oír. En ese caso de nada le serviría recurrir a los jueces por que la agencia está por encima de ellos.
Es pavoroso, lo sé. Se trata de un tribunal paralelo especializado en un tipo de delito que el propio tribunal define, juzga y castiga. Es poco menos que imposible no vincularlo con el tribunal del Santo Oficio porque éste funcionaba de una manera muy similar.
La inquisición sólo perseguía un delito: el de herejía, por eso sus víctimas fueron mayoritariamente judeoconversos primero y protestantes después. Sobre ese único delito se edificó un poderoso mecanismo de control político y social porque cualquiera podía en cualquier momento ser acusado de judaizante o de luterano. Muchas veces bastaba con señalar a alguien que descansaba más de la cuenta los sábados para acusarle de practicar el judaísmo en secreto. O informar al Santo Oficio de que fulano o mengano mostraban demasiada frialdad ante el paso del santo patrón de la ciudad para que le endilgasen el sambenito de protestante.
La inquisición, en definitiva, era un tribunal político cuyos tentáculos alcanzaban a todos los dominios de la Corona. Hubo tribunales de la inquisición en Castilla, en Aragón, en Portugal, en Nápoles, en Sicilia y en América. Nada ni nadie se les escapaba. Si alguien era incómodo para el Rey le echaban encima al Santo Oficio. Al inquisidor general lo nombraba el Papa, pero a propuesta del monarca y sólo ante éste respondía.
La agencia estatal contra la discriminación por orientación sexual funcionaría de un modo asombrosamente parecido. No habría más garantías que las que la propia agencia quisiese dar, que podrían ser muchas o ninguna. Su presidente lo elegiría el Congreso, pero a partir de ahí se crearía a sí mismo constituyéndose como un poder paralelo al sistema judicial, ante el que no cabría recurso porque la ley especifica que, aunque el acusado apele a los tribunales de Justicia, no le servirá de nada ya que la agencia se reserva continuar con los expedientes sancionadores que, según el texto, no tienen “conexión directa con las actuaciones del orden penal en curso”.
Una herramienta política de primera categoría que podría emplearse para callar, amenazar o extorsionar a cualquiera casi por cualquier cosa. Una ley orwelliana que si no la tuviera delante no acabaría de creérmela.

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