lunes, 22 de enero de 2018

Cuando la cultura se confunde con la política

Jorge Vilches analiza el papel actual de la cultura, en absoluta simbiosis y fusión con la política. 

Artículo de Disidentia: 
La conexión de la clase política con la élite cultural constituye la clave de la dominación. ¿Cómo es posible en España que después de décadas de gobiernos del Partido Popular, incluso algunos con mayoría absoluta, quede la falsa y maniquea sensación en la gente de que la cultura es cosa de la izquierda? Por ejemplo, en 2016, en una de las habituales e ineficientes algaradas del trotskista Sindicato de Estudiantes -cuyos líderes tienen en torno a treinta años– se amenazó a la Policía Nacional con lanzamiento de libros. ¿Por qué se confunde lo que cuentan las televisiones o los políticos del ramo con la cultura?
Daniel Bell, uno de los sociólogos norteamericanos liberales más interesantes del siglo XX, hablaba en “Las contradicciones culturales del capitalismo” (1976) de la fusión de la clase política con la élite cultural. Dicha absorción o maridaje era inconveniente en democracia, decía, porque la cultura entendida como la exploración de la existencia humana en lo relativo a la vida, la muerte, el amor y el odio, se concebía como una respuesta a lo existente, no como una confirmación del poder. La cultura en las décadas de 1960 y 1970, con Mayo del 68 influyendo decisivamente en las mentes de los jóvenes de la época y por ende en las sucesivas generaciones, se había convertido en el discurso oficial. El poder establecía las instituciones como canalización cultural y la subvencionaba, convirtiéndola así en parte de la conciencia colectiva, amalgamada con la finalidad del Estado, que es quien dicta la Moral, y otorgando legitimidad a la acción estatal.

La subvención estatal que alimenta la cultura

La clase política tomó la legislación, que a diferencia del Derecho -que es del pueblo- es propia del estatismo, para crear la moral única por la que los ciudadanos debían entender la existencia humana y la convivencia social, aspectos siempre vinculados y atados a la presencia del Estado. Un Estado en el cual, a diferencia de lo que sucedió en la Edad Media, no cabe el derecho de resistencia, al ser el propio Estado el que decide lo que está bien o mal. En realidad, es la cara cultural del Estado Minotauro que explicaba Bertrand de Jouvenel: la gente de la cultura exige la intervención del Estado, la subvención, lo que alimenta la política estatal y la legitima. La cultura pierde así su función renovadora, tanto como su calidad porque su finalidad es agradar al poder político que la financia, y viceversa.
Cuando la cultura se confunde con la política
Esa fusión de la clase política con la élite cultural ha determinado la batalla del lenguaje a través del dominio de la educación, de los medios de información y de la cultura. El compadreo entre una y otra comenzó en 1918, cuando la democracia liberal fue puesta en cuestión por el comunismo y el fascismo, y la clave era la manipulación del hombre-masa.
La connivencia de los intelectuales con los totalitarismos, tal y como expuso Julian Bendá en la Francia que derribaba la Tercera República, o ha expuesto más recientemente Shlomo Sand en “¿El fin del intelectual francés?” fue casi completa. No solo los comunistas se granjearon con facilidad a los hombres de la cultura, sino que también lo hicieron los nacionalsocialistas. Un buen ejemplo es el de Jean-Paul Sartre, quien ocupó un puesto de un profesor judío detenido por los nazis en París, formó parte de la cultura subvencionada por las fuerzas ocupantes, y luego, tras la liberación, se hizo estalinista.

La lucha intelectual como instrumento para conquistar el poder

Todos querían hacer “pedagogía”, concepto que en su sentido politológico se ha impuesto con demasiada facilidad. De esta manera, la cultura se pone al servicio de un bien común que es determinado por los políticos que la subvencionan. Así, el político y la persona de la cultura funcionan en el mismo sentido: la ingeniería social, el control de los comportamientos, la uniformidad, el establecimiento de la moral, y, al tiempo, el derribo de los obstáculos a la hegemonía de un paradigma político. Sin ir más lejos, el gobierno del Partido Popular de la Comunidad de Madrid ha financiado en enero de 2018 en un espacio público (Teatros del Canal de Isabel II) una orgía de 24 horas, presentándola como “cultura”.
No fue Antonio Gramsci el único que barruntó la lucha intelectual como instrumento para la hegemonía con la que conquistar el poder. El socialista francés Auguste Blanqui ya lo apuntó a mediados del XIX, así como Georges Sorel, Eduard Bernstein, o Max Adler, quien decía que la educación debía ser un instrumento para el cambio de conciencias con el que tomar el futuro.
También el nacionalsocialismo, como recuerda Roger Griffin en “Modernismo y fascismo: La sensación de comienzo bajo Mussolini y Hitler”, quiso hacerse con la “hegemonía cultural”. En este sentido Goebbels, el genio de la ingeniería social, manifestó en la conferencia que pronunció en Núremberg en 1934 que “la luminosa llama del entusiasmo no se extinga jamás. Solo ella trae luz y calor al arte creativo de la propaganda política moderna. (…). Está bien detentar el poder por medio de las armas, pero es aún mejor y más gratificante ganarse los corazones del pueblo y después defenderlos”.

La cultura, instrumento para crear el Hombre Nuevo

Cuando la cultura se confunde con la política
Ese espíritu propagandista y proselitista, visionario y prepotente de los socialismos, fue asumido por la izquierda occidental desde la década de 1960. Caló entonces la idea maoísta de derribar los “cuatro viejos” (valores tradicionales, cultura, educación y pensamiento) para establecer otros que tuvieran como objetivo el Hombre Nuevo y la Sociedad Nueva, que están en la raíz del concepto roussoniano de política heredado por los socialismos y el estatismo. Es el cumplimiento de lo que Jacob Leib Talmon llamaba “mesianismo político”, o Auguste Blanqui y luego Lenin, la “tarea del intelectual”: alcanzar el poder para cambiar los fundamentos de la convivencia.
En España, el socialista Enrique Tierno Galván, afirmaba que “si el socialista es algo, es un hombre con utopía… el hombre puro que lucha por un fin puro para la especie” (Conferencia impartida en la Federación Socialista Madrileña el 15.06.1978). Defendía quien luego fuera alcalde de Madrid, como señala Dalmacio Negro en “El mito del Hombre Nuevo”, la utopía como causa final y motor de aliento de la religión secular socialista.
El conjunto determina la concepción generalizada de que la cultura es propia de la izquierda porque comparten cosmovisión y objetivos: una interpretación del mundo y del hombre que deben ser. El eslogan “Otro mundo es posible”, por ejemplo, que promete un paraíso terrenal, algo tan propio de una religión sustitutiva como es el socialismo, no es casual ni es inocuo. Lo más grave es que la derecha tecnocrática también lo piensa así, y por eso su política cultural es la misma que la de la izquierda.

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