jueves, 22 de febrero de 2018

El imperio de la velocidad

Dante Augusto analiza el imperio de la velocidad en los medios de comunicación, donde la velocidad ha sustituido a la verdad. 

Artículo de Disidentia:
En el marco de la inocultable crisis del periodismo mucho se ha hablado de la fractura del contrato tácito que se tiene con el lector, ese acuerdo básico que, idealmente, estaba basado en la credibilidad del medio y que tenía como respuesta la fidelidad de los lectores.
Es que los tiempos de posverdad parecen haber devenido tiempos de posverosimilitud y sobre todo de poscredibilidad, si se me permiten semejantes neologismos. Será difícil encontrar una única causa a este fenómeno pero sospecho que, aunque no sea fácil de entender, lo que ha sucedido es que una categoría temporal como “la velocidad” ha reemplazado a una categoría moral/cognoscitiva como “la verdad”. Dicho más simple, los medios están hoy más interesados en ofrecer rapidez que una correcta y desinteresada versión de los hechos.
Para desarrollar esto, retomaré algunos aspectos de una novela que el escritor argentino Ricardo Piglia publicara en 1992: La ciudad ausente. Se trata de una novela que mezcla el género policial con la ciencia ficción y que en el contexto de la dictadura militar tiene como eje principal una investigación acerca de la denominada “Máquina de Macedonio”, esto es, un artefacto que había sido creado para generar traducciones pero que, al cobrar autonomía, fue realizando sus propios relatos.
El imperio de la velocidad
No es mi intención desarrollar esta compleja novela en la que son abundantes los guiños hacia autores como Jorge Luis Borges o Macedonio Fernández, entre otros, sino detenerme en un capítulo de ella, bastante particular por cierto, denominado “La isla”. En ese capítulo se desarrolla toda una teoría del lenguaje que me permitirá ilustrar el sentido de estas líneas porque se trata de un lenguaje completamente inestable, de mutación permanente, donde el significado puede llegar a variar en microsegundos. Esto contradice la necesaria mínima estabilidad que toda lengua debe poseer si es que queremos comunicarnos. En la página 109 de la edición de 2013 publicada por Random House Mondadori, Piglia lo expone así:
“El carácter inestable del lenguaje define la vida en la isla. Nunca se sabe con qué palabras serán nombrados en el futuro los estados presentes. A veces llegan cartas escritas con signos que ya no se comprenden. A veces un hombre y una mujer son amantes apasionados en una lengua y en otra son hostiles, casi desconocidos” (109)
En esta isla donde el Finnegans Wake de Joyce es un texto sagrado por ser capaz de captar los pequeños, pero constantes, cambios en el lenguaje, (lo cual lo transforma en un modelo del funcionamiento del mundo), es imposible crear diccionarios y menos aún poder proyectar las variaciones futuras de la lengua actual porque solo se puede hablar un idioma por vez. Sin traducciones posibles, entonces, Piglia nos cuenta que quienes persisten en crear diccionarios lo consideran casi un arte de la adivinación.
Pero donde quisiera detenerme es en este pasaje de la página 113 porque, en el marco del intento de crear un lenguaje artificial, aparece una definición que será muy útil:
“Todos los intentos de construir una lengua artificial se han visto perturbados por una experiencia temporal de la estructura. No han podido construir un lenguaje exterior al lenguaje de la isla, porque no pueden imaginar un sistema de signos que persista sin mutaciones (…) La evidencia vale lo que tarda una proposición en ser formulada. En la isla, ser rápido es una categoría de verdad”.
La velocidad como categoría de verdad es, entonces, la idea que quería transmitirles aquí como uno de los aspectos centrales de la crisis del periodismo (y, me atrevo a decir también, como uno de los ejes de la crisis de todo un conjunto de valores que resultan relevantes al momento de vivir en una sociedad democrática).
Es que en el nuevo contrato que establecen con el lector, como les indicaba al principio, los medios privilegian brindar una información rápida postergando la pregunta acerca de si ésta es o no veraz. Para explicar esto, al poscapitalismo con su revolución tecnológica a cuestas y al nuevo modelo de negocios de los medios cuya competencia es segundo a segundo y brinda la posibilidad de estar observado todo el tiempo qué publica el rival, debe sumársele un enjambre de lectores más preocupado por indignarse que por entender; más interesado en retwittear que en reflexionar.
La rapidez como categoría de verdad, o la rapidez como valor por sobre la verdad, barre, al mismo tiempo, con la verosimilitud, porque en la voracidad de la indignación somos proclives a compartir el disparate más grande. Y sin verdad ni verosimilitud, naturalmente, la credibilidad ya no puede ser la razón por la que un lector elige informarse por un medio en lugar de otro. O en todo caso, se trata de una credibilidad que no se basa en la comprobación fáctica de los enunciados sino en una relación casi mística o religiosa con un medio que expresa la ideología con la que el lector comulga y le permite continuar en su zona de confort, aquella en la que los malos son malos y los buenos son buenos.
El imperio de la velocidad
Además, es solo en el contexto de la velocidad como categoría de verdad, que la actualización constante se transforma en un valor y supone una muestra más de la imposición de la cantidad sobre la cualidad. Así, a un joven precarizado que ingresa como redactor de un medio digital no se le piden noticias verdaderas ni elaboraciones profundas, solo cantidad de publicaciones, novedad constante, y así queda en evidencia otro reemplazo preocupante: el de “lo bueno” por “lo nuevo”, esto es, otra categoría temporal, primo hermana de la velocidad.
Quizás porque, como decía Piglia en el párrafo citado, “la evidencia vale lo que tarda una proposición en ser formulada”, el imperio de la velocidad y la novedad hace que en los tiempos donde Google lo almacena todo y hace que nuestras contradicciones y la opinión de cualquier papanatas esté disponible al universo para hacer de nuestro currículum un prontuario, paradójicamente, a nadie le importa el archivo porque solo importa la producción de novedades. Y tal como expusimos, éstas funcionan como microverdades o verdades evanescentes como publicación de snapchat en una web donde la información se agrega pero no se conecta y donde todo es inestable porque está allí para ser reemplazado por otra microverdad que probablemente contradiga a la microverdad anterior (si es que tiene sentido hablar de contradicciones cuando ya no importa la verdad, claro).
Aquí termino estas líneas. Ojalá le hayan dado algunos motivos para la reflexión. Por si esto no sucediera, me abocaré rápidamente a escribir un nuevo artículo pues puede que en el apuro usted crea que, por nuevo, será bueno y que, por ser veloz, claro está, será verdadero.

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