miércoles, 14 de marzo de 2018

Suicidarnos por miedo a morir del cambio climático

Luís I. Gómez analiza el suicidio al que pretenden llevarnos los llamados "salvadores del mundo" enemigos de la carbonificación y el desarrollo. 

Artículo de Disidentia: 
En uno de esos debates a los que me invitan como escéptico de cuota me preguntaban si no era irracional por mi parte enfrentarme a la opinión de todo el mundo y las evidencias científicas que alimentan el consenso global sobre el Cambio Climático Antropogénico. De poco o nada sirve responder este tipo de preguntas con argumentos de racionalidad pues, aunque el concepto “racional” está incluido en la insinuación de mi irracionalidad, nacen del argumento de autoridad respaldado por una amplísima y mayoritaria opinión. Esto es: todo lo contrario a racional.
Y así fue como mi esfuerzo por explicar que las opiniones no son necesariamente racionales por muy mayoritariamente que se expresen o que la ciencia racional no se consensúa, se discute, apenas sirvió para apaciguar un poco la manifiesta animadversión de los presentes.
El mundo civilizado se ha propuesto salvar el clima frente al aumento antropogénico de CO2 que nos amenaza con olas de calor, subidas terroríficas del nivel de los mares y otros desastres naturales que nos llevarán a una muerte segura. Para lograrlo, dentro de unas décadas deberíamos renunciar casi completamente a la combustión de carbón, gas y petróleo. La energía debe llegar preferiblemente de fuentes “renovables” como el sol, el viento y el agua. El mundo civilizado, dando una vez más muestras de la corta memoria que nos caracteriza, olvida que ello no será posible sin limitaciones significativas para nuestro nivel de vida habitual.
Suicidarnos por miedo a morir del cambio climático

Energía barata y esperanza de vida

Digo corta memoria porque -pongamos un ejemplo-, hace tan sólo 130 años, en la España interior desindustrializada y superecológica morían 400 de cada mil niños en edades entre 0 y 9 años por enfermedades infecciosas.
Los datos que nos presentan en su trabajo Sanz y Ramiro (A. Sanz Gimeno, D. Ramiro Fariñas. “La caída de la mortalidad en la infancia en la España interior, 1860-1960. Un análisis de las causas de muerte.” Cuadernos de Historia Contemporánea ISSN: 0214-400-X Vol. 24 (2002) 151-188) nos muestran claramente que nuestra civilización moderna ofrece no solo comodidades e incluso lujo, sino sobre todo protección efectiva contra las enfermedades, el dolor y la muerte prematura. De ello no hace tanto tiempo como algunos creen, sobre todo los que manejan alegremente y desmemoriados lemas como el de “liberémonos del capitalismo fósil”.
Allá por el año 1910, los españoles no alcanzaban una esperanza de vida superior a los 45 años. Decisivas para alcanzar las cifras de esperanza de vida actuales fueron las enormes mejoras en la nutrición, la atención médica y la reducción del tiempo de trabajo, que en nuestro país empezaron a ser palpables tras la terrible guerra civil. No, el mérito no es de los administradores del país tras la contienda fratricida. Si hemos de buscar un responsable lo encontraremos en la disponibilidad de energía abundante y barata a base de carbón, gas y petróleo en lugar de madera, que permitió desarrollar mejores tecnologías sanitarias y alimentarias, o los sistemas de calefacción de las casas, o el agua caliente en cada hogar.

El origen de la civilización tecnológica

Hablamos de la misma energía (y sus fuentes) que también liberó a la gente del habitualmente desgarrador trabajo en la agricultura, sector en el que allá por el 1901 aún trabajaba el 66,7% de la población activa española. Gracias a la mecanización y la química (fertilizantes), un agricultor en el Imperio alemán de principios de siglo XX ya podía producir alimentos para cuatro personas más, en 1950 ya lo hacía para otras diez y en 2004 para aproximadamente 143 personas (fuente: Bosch).
El aumento, gracias a la mecanización, en la producción de alimentos  permitió a su vez la liberación de inmensos recursos de mano de obra y con ello la creatividad necesaria para la investigación y el desarrollo acelerándose así el progreso en todo tipo de áreas de la ciencia y la tecnología. En el siglo pasado la mayoría de los investigadores de hoy estarían cultivando patatas o cereales para poder comer.
En las naciones industriales modernas, la demanda constante de energía per cápita se mueve en cifras que varían entre los aproximadamente 5002 kWh (Italia) y los 13915 kWh (Luxemburgo). Para comprender el verdadero valor de esas cifras, baste recordar que hasta hace solo unos pocos miles de años el hombre apenas disponía de la energía que podían generar sus propios músculos. Estamos hablando de unos 80 a 100 vatios en el caso de un adulto sano. Es una cifra ridícula si la comparamos con la energía de que disponemos hoy con solo presionar un botón.
Y desde esta disponibilidad de energía abundante y barata las naciones industrializadas han podido construir el mundo en el que vivimos: civilización tecnológica, con acero y aluminio, con medicinas modernas y suministros de alimentos adecuados, incluso para los más pobres de entre nosotros.

El ecoverdismo: un lujo de niños ricos

Para nosotros, este nivel de vida se ha vuelto tan común que la mayoría de nuestros contemporáneos no se dan cuenta de la desastrosa situación en la que aún viven miles de millones de personas en los países más pobres del mundo, debido precisamente a que no disponen de suficientes recursos energéticos. En el mundo “ahí fuera” no se cocina en acero inoxidable por inducción, sino en estaño y con veneno.
Según un estudio de contaminación del aire doméstico auspiciado por la Organización Mundial de la Salud (OMS): “Más de 3.000 millones de personas, casi la mitad de la población mundial, preparan sus comidas diarias en cocinas que apenas merecen el nombre: hechas de algunas piedras amontonadas, donde arde un fuego abierto para el cual a menudo ni siquiera usan madera, sino residuos de plástico, estiércol de vaca o desperdicios de cocina.
Suicidarnos por miedo a morir del cambio climático
Esos tres mil millones de personas inhalan vapores tóxicos: un cóctel de micropartículas, monóxido de carbono, óxidos de nitrógeno, formaldehído y benceno. En 2012, según ese mismo estudio de la Organización Mundial de la Salud, 4,3 millones de personas, en su mayoría mujeres y niños, murieron a causa de la contaminación del aire en sus hogares o por enfermedades relacionadas.
Y ahora, a la vista de las cifras, volvamos a los conceptos de “justicia climática” y descarbonización racional. ¿Seguimos negando a esas personas el acceso rápido, abundante y barato a la energía? Porque justamente de la negación del derecho a una energía barata para los menos privilegiados se trata la política desarrollada por los gobiernos occidentales y su cohorte de asociaciones ecoverdistas.
Dado el apoyo casi unánime con que cuenta el movimiento descarbonificador en los medios de comunicación, una amplia mayoría de la población participa ya de esta ideología. Casi 80 años de paz y prosperidad crecientes para casi todas las capas de la población occidental han hecho que los mensajes monitorios de los presuntos salvadores del mundo sean ampliamente aceptados.
Esto es particularmente cierto para las generaciones más jóvenes, a las que les brillan los ojos cuando se unen en coro entonando los nuevos himnos a lo “natural”, lo “orgánico” o lo “justo”. Completamente ajenos a la idea de que, a pocos kilómetros de distancia, apenas 9 horas de vuelo, la mayor parte de la gente sigue luchando contra lo natural y orgánico, que es morir envenenado en sus propios humos o lejos de un hospital, o en condiciones de absoluta falta de higiene o, simplemente de hambre, porque no tienen, y no deben tener, algo tan contaminante como un tractor.

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